En la película Un cuento chino aparecen tres vacas, y advertí algo: si habla de vacas, habla de Argentina. Además, habla de Malvinas y del sentido. La guerra isleña –se dice– es una herida abierta. ¿Por qué –pregunto– no cicatriza? Porque no ha encontrado vías nacionales de tramitación. La vía nacional de tramitación del sentido ha sido, desde entonces, inviable. En otro lado, escribí que en Malvinas murió la patria. Aquí escribo que también han muerto los modos patrióticos de tramitación y elaboración del sentido social. El sentido no emana de lo que ocurrió sino de la elaboración social de lo que ocurrió. Pero lo que ocurrió en Malvinas hace estallar las capacidades nacionales de elaboración nacional de lo que le ocurrió a la Nación.
La tramitación nacional ha sido clásicamente una construcción de un relato constructor de la nación como fruto de una epopeya, entre cuyos hitos las guerras eran jalones épicos primordiales. Triunfal como en San Lorenzo o derrotada como en Vuelta de Obligado, la Nación se encontraba en el relato de la gesta que quería verla libre y soberana. Malvinas no ha podido relatarse así ni de ninguna otra manera que le diera un sentido nacional. Una guerra inverosímil, una guerra aislada, sin relato y sin sentido. Un cuento chino.
Malvinas: un cuento sin sentido
pertenencia, ajenidad, orgullo, vergüenza, bronca, desengaño... logro y fracaso. dibujar... pintar... ser isla... en soledad con lo vivido. Marcelo Prudente
El compartir el sostén de un cuento, veíamos en Un cuento chino, hace del cuento –que a priori es chino, hollywoodense, inverosímil– una verdad subjetiva. El sentido es un invento, pero, si se lo comparte, ya no es invento sino construcción –y una construcción ya no es falsa sino una edificación donde vivir que nos sostiene muy palpablemente, muy vitalmente.
Esta película y una charla con Marcelo Prudente (pintor, ex combatiente, psicólogo) me han aclarado mucho la otra historia que también está presente en ella intrincada con las dificultades que vienen teniendo los excombatientes. Antes que nada: es una dificultad de cualquier ex combatiente el no encontrar sentido a su vida luego de la guerra. Es difícil para un ex combatiente, me decía Marcelo, que le pase algo más en su vida luego de haber pasado una guerra. La guerra, como otras experiencias absolutas, tiene un poder mortífero, pues no solo mata a los que mata mientras dura, sino que destituye el interés vital de los que sobreviven y no da, por sí misma, elementos para armar una vida con sentido luego de la guerra, para hacer que al ex combatiente le pase algo que no sea la guerra misma.
Por supuesto, esto tiene mil matices y salidas y sin dudas no es igual en el ex combatiente derrotado que en el triunfador, pero aquí me interesa pensar el hecho de que tampoco es lo mismo para el ex combatiente que es recibido por una sociedad que le da algún tipo de reconocimiento y herramientas para procesar su trauma que para uno que, como el argentino, no recibe esos recursos.
El ex combatiente de Malvinas sufre dos abandonos: en el campo de batalla primero y en la sociedad después. En la batalla, porque no recibe las herramientas necesarias para satisfacer el heroísmo que la Patria demanda, o para obedecer los encargos que sus superiores ordenan. Dicen que los humanos realizamos los sacrificios que la cultura nos demanda para granjearnos el favor de los poderes oscuros, -por ejemplo, del Otro. En Malvinas el Otro se llamaba Patria. En esa aislada guerra, los generales –representantes de la Patria– que mandaban al soldado que sacrificara o arriesgara su vida se desentendían de hacer viable la obediencia a esas órdenes que emitían en nombre de ella, fuera porque se robaban los fondos que financiarían su viabilidad, fuera porque las estrategias militar y diplomática del “Teatro de Operaciones del Atlántico Sur” dejaban mucho que desear, fuera porque mandaban a los “hijos de la Patria” a una batalla perdida de antemano, fuera porque, en realidad, no actuaban por la Patria sino para satisfacer otros apetitos, entre ellos el de mantenerse al mando de la Argentina, fuera porque no les proveían abrigo, munición, alimento, instrucción, entrenamiento, etc.
Ese, sentimos, fue el primer abandono. Pero luego los ex combatientes sufren otros abandonos al regresar al sardónicamente llamado Continente, pues su país no los contendrá. En el regreso, el ex combatiente no encuentra, en el sentido social, un lugar para lo que ha vivido. El combatiente que regresa se encuentra con que los sacrificios que le han sido solicitados y que decidida o resignadamente realizó, no le han granjeado ningún favor de su Patria.
El relato democrático no construirá un sentido siquiera confortable (no digamos potente) para la guerra aislada. El relato pos-’83 de Malvinas, mejor dicho, no se construye; más bien se tiende esconder la cuestión de Malvinas bajo la alfombra y se comienza el proceso de desmalvinización, lo que es otra forma de decir que el ex combatiente no tendrá, para sus peripecias, un sentido social que lo acoja y un sentido vital luego de su experiencia absoluta. Eso dificulta que le pase algo más que lo que le pasó, pues dificulta elaborar el trauma y obstaculiza la resiliencia (la recomposición y relanzamiento subjetivos); en criollo: el armar una vida luego del trauma.
Esto era aún más dificultado por las dos o tres cosas que sí se decían y repetían y siguen repitiéndose por doquier de esa guerra y de “los chicos de Malvinas”. “La guerra de Malvinas para lo único que sirvió es para retornar a la democracia” es uno de esos lugares comunes. Otro es “esos chicos murieron para que nosotros tengamos democracia”. Hay otros por el estilo que convergen en dejar a los ex combatientes como meras víctimas impotentes de los planes de otros, como idiotas útiles de las turbias intenciones milicas o víctimas redentoras de la institucionalidad y el estado de derecho argentinos. Lugares comunes de una tramitación despotenciadora.
Se despotenciaba a los ex combatientes llamándolos chicos, y también diciendo que fueron engañados, que fueron a luchar por unos ideales que los que los enviaban allí no sostenían. Que pobrecitos, que cómo se iban a dar cuenta, que eran jóvenes y, como todo joven, eran idealistas, que muchos eran analfabetos, que no tenían elementos de juicio, etc. De esta manera la sociedad argentina se desligaba de ellos, los dejaba aislados y no asumía que había algo que atravesaba a quienes combatieron y a quienes no combatimos, que es: ¿quién podía en el ’82 darse cuenta de que toda pelea por la Patria era una pelea por una ficción ya agotada, ya moribunda? Sin duda, muchos argentinos pudieron desconfiar de los milicos, pero ¿quién podía en ese momento advertir que la Nación, como Patria, agonizaba? ¿Quién podía en ese momento hacer algo a partir del hecho de que el sentido patriótico de las acciones argentinas, bélicas o de cualquier otro tipo, en Malvinas o en cualquier otro lado, no eran ya un sentido sostenido compartidamente –y mucho menos, compartido sostenidamente–? ¿Quién podía hacer algo con el hecho de que “Patria” había dejado de ser lazo?
La orfandad en que fueron sumidos los chicos no fue solamente de los chicos. Hacer algo en esas condiciones requería, no de una toma de conciencia, eso no es siempre necesario, pero sí requería de un invento construido en común.
El pibe que a los 18 años arriesgó su vida con toda entrega por un sentimiento patriótico ferviente (que solía hervir no solamente a los 18 años) se encontró primero abandonado y derrotado en el campo de batalla, y luego, en los años siguientes, no sólo se encontró con que no había pensiones económicamente razonables o servicios de salud y de asistencia laboral y social adecuados a sus necesidades sino que toda esa entrega, toda esa ilusión, todo ese sentido que habían inspirado los riesgos que corrió, habían sido dispuestos por una camarilla maquiavélica y maléfica que sólo buscaba perpetuarse en el poder. O: por un Estado que, en el Continente, había genocidado a su propio pueblo. Es decir, la entidad que habría sido la encarnadura de su patria era una entidad no sólo engañosa, abandónica y rapaz, sino además, agente de unas prácticas más letales que vivificantes, más infernales que celestiales, más destructivas que constructivas, más enmudecedoras que significantes, más vergonzantes que loables, más mutiladoras que generadoras, más aventureras que épicas y así por el estilo.
En el no-relato democrático de los años siguientes a Malvinas, en breve, los riesgos corridos, las muertes y heridas sufridas, las deshonras recibidas, no encontraron sentido en relatos épicos potenciadores sino en comentarios victimizantes despotenciadores. Así las cosas, difícilmente un “chico de la guerra” pudiera encontrar recursos para que le pasara algo más que lo que lo que le había pasado luego de la Guerra.
De tal manera, la sociedad argentina no hizo lugar que albergara a los ex combatientes, no solo en el sentido de que no dedicó hospitales o trabajos para que se reinsertaran al volver, no solo en el sentido de que no les dio lugares económicos y sociales, sino en el sentido de que no les dio lugares significantes. (Las indemnizaciones y pensiones económicas reparan algo, y también los documentales y libros con denuncias, pero tampoco hacen sentido vital: ése se lo ha tenido que agenciar –o extraviar– cada ex.) Otro lugar común toma cuerpo crudamente: Malvinas fue una guerra sin sentido. El punto es: lo sigue siendo. Por la falta tanto de lugares sociales como de lugares simbólicos, la sociedad argentina aisló a lo ex combatientes; los confinó –a cielo abierto– en nuevas islas. Pero así quedó aislada también ella, desligada de lo que le pasó en el Sur. (Otro aspecto en que el régimen democrático no pudo regenerar la Nación.)
Difícilmente pueda alguien (sea ex soldado o sociedad) encontrar sentido solo, desligado, como veíamos en Un cuento chino. Difícilmente pueda, si no puede compartir el cuento. En la película vemos estas dificultades en la forma misma en que se despliega la vida de Roberto: ese ex combatiente que encuentra que la Patria no lo cuida en el campo de batalla y que, al volver a su casa, encuentra a su padre muerto. Es decir, su familia no pudo recibirlo: los dos abandonos que, fuera de la película, sufrieron los ex combatientes.
Desde entonces, su vida será una repetición constante de lo mismo que había antes de la Guerra. El trauma de Roberto no toma cuerpo en pesadillas o en una invalidez o en la penuria económica o laboral sino en la simple obsesión, en la repetición ritualizada (y malhumorada) de los mínimos hábitos previos al trauma, en el desinterés por todo lo nuevo que pueda pasarle, en la desinvestidura de lo que lo rodea; hasta que aparece un chino (que, como sabemos, coloquialmente significa “una complicación”), y le abre la puerta a Mari. Después de la Guerra, para Roberto nada más ocurre, nada con fuerza vital; apenas si encuentra interés en cuentos chinos, en historias ridículas que no tiene con quién compartir, en rarezas aisladas que tienen (y atentan contra todo) significado.
Como no ha habido una recepción del que regresa, como no ha habido un alojamiento en el sentido social para los veteranos, lo único que le queda a Roberto es vivir su vida rutinariamente, repetitivamente, esto es, intentar por todos los medios que su vida sea la misma que antes del “accidente” de la Guerra. Pero, ¿cómo investir con sentido a una vida con la cual toda una sociedad no hace lazo?
El aislamiento de Roberto es el aislamiento que los ex combatientes, y en general la guerra de Malvinas, han sufrido de parte de la sociedad argentina. Malvinas es una incógnita que no se puede pensar porque no hemos logrado enlazar con ella, porque no hemos logrado contar, de Malvinas, un cuento que no sea un inverosímil cuento chino sino una verdad compartida, una abertura para explorar con otros (como la que al final halla Roberto en una relación con Mari). (La guerra de Malvinas viene siendo, a lo sumo, “un dolor que en el Sur se atragantaba”, como decía Copani. Se trata de un atragantamiento que espera su digestión, esto es, la construcción de un sentido compartido, un lazo, para que Malvinas deje de ser un cuento chino, una historia tirada de los pelos. Pero ningún dispositivo ha tomado el lugar del aparato historiador nacional, ni siquiera en el trigésimo aniversario de la guerra. Que una historia ridícula devenga la verdad de un lazo (que tal vez no será uno general y nacional sino muchos singulares y situacionales).
¿Qué sentido, qué verdad, qué lazos podemos construir y compartir luego de la muerte de la Patria y los grandes relatos nacionales? ¿Qué sentido, cuando ningún aparato relator ha tomado el lugar del nacional?
Ver la posdata sobre la imposible representación de la guerra de Malvinas
Gracias Pablo por esta producción de pensamiento. La utilizaré para trabajar con los estudiantes de periodismo, comunicación y psicología institucional para avivar el fuego de nuevos pensamientos, intentar visibilizar aquello invisibilizado y lo que es más importante poder utilizarlo para co pensar o pensar con otros. Cariños
Tu pensamiento es profundo y movilizante. Felicitaciones.
Pablo, estoy seguro de que seria muy interesante para vos que pudieras conocer a ex soldados-combatientes guerrilleros, para comprender la dimensión de las diferencias implicadas entre un soldado recluta o incluso profesional de un ejercito burgués totalitario, y el de un ejercito popular antimperialista.
Nicaragua es el lugar mas apropiado para esa experiencia en las actuales circunstancias históricas. Hay argentinos allí y es un pueblo muy cálido y conversador. En latinoamerica han habido guerras, y batallas de toda índole… En comparación a las luchas de liberación nacional y antidictatoriales, Malvinas fue una parodia. Apenas un ejercicio de combate.
Ex combatientes los hay de muchos tipos.
Te sigo leyendo.