[versión completa de la publicada en Miradas al Sur del 12/7/9]
Un fantasma recorre a la clase política: el fantasma de un grito.
Se vuelve a hablar de reforma política. Se lo escucha luego de lo que se hacía aparecer como una hegemonía que iba a durar decenios, y retornan las suspicacias. ¿Pura maniobra del gobierno? ¿Pantalla de humo de un general que ordena la retirada solo para contraatacar? La coyuntura impide pensar el largo plazo. Desmalecemos un poco el camino. Descartemos la paja, a ver si damos con el trigo. Algo podremos aprender.
Hace rato (¿desde 1985, tal vez?) tenemos la sensación de que las elecciones son un fiasco: de que, a través de ellas, llamamos a los políticos que nos habrán de defraudar. Solo hace poco dijimos que se vayan todos. ¿Qué enseñanza extraer?
Reforma política fue la Ley Sáenz Peña de 1912. Con los radicales, los anarquistas y los chacareros al acecho, la oligarquía ya no podía sostener su ficción representativa. «Quiera el pueblo votar», dijo Sáenz Peña con su ley de sufragio universal obligatorio: quieran todos hacerse representar en el Estado. 1916 abriría una nueva fase en la historia de gobierno de las instituciones argentinas sobre su población. En cualquier caso, el Estado demostró que, a pesar de ser un aparataje oneroso, ordenaba el país para aprovechamiento de sus élites. 1912 es el reconocimiento del agotamiento de un pacto de dominación política. ¿2009 es otro?
Cada vez que hay elecciones entre 2001 y hoy, faltan autoridades de mesa y faltan votantes. Se impone la duda de que el pueblo quiera votar. Un grito y una crisis reverberan cual atronador eco infinito en las paredes de la caverna donde andamos: ¡que se vayan todos!: ¡no nos representen más! Cada vez que hay elecciones parece volver el grito de 2001. Un 30-33% del padrón no vota desde entonces, siempre peleándole el primer puesto al candidato ganador. ¿Cómo reinsertar en la vida política a ese 33%?
Pero la dificultad de la clase política no acaba allí. Así como los ex-representados nos topamos con que nuestro voto no resulta vinculante para nuestros ex-representantes, los ex-representantes se topan con que los votos que reciben no resultan vinculantes para sus ex-representados. Se leía en un email (pero se oye por doquiera) recientemente: «las limitaciones de la democracia actual llevan a que uno opta por alternativas posibles y, en ese marco, no está mal optar dentro de la oferta ‘potable’, lo que no quiere decir ser chupamedias de quien uno ha votado.» Un 30-33% se abstiene de hacerse representar, pero además quien votó a un candidato no debe guardar ningún tipo de lealtad a ese candidato (simétricamente, los funcionarios elegidos no asumen su elección como mandato). El fantasma de la irrelevancia social vuelve a acechar a los partidos y al Estado. ¿Cómo lograr que la gente quiera representación y que su voto sea vinculante?
Es lo que llaman «crisis de representatividad». Esto es, crisis de la necesariedad social del Estado; el capital se las arregla bastante bien sin él; parece que los supuestos representados, también. En cada elección desde 2001, retorna la suposición de una respuesta: reforma política. Aprobada y suspendida en 2002, retornó en 2003 y se derogó en 2006, para volver ahora.
Luego de la Dictadura, el Estado se halló en una encrucijada: debilitado frente a los grandes grupos económicos, ha ido perdiendo base popular de sustentación para enfrentarlos. No digamos ya en el sentido revolucionario de «enfrentarlos» sino en el sentido estatal de gobernarlos (porque antes no solo se gobernaba a los pobres; también los ricos debían obedecer en alguna medida). El Estado argentino se halló sin fuerza para elevarse por sobre los grupos sociales y aparecer con poder autónomo, tanto sobre las mayorías como sobre las minorías.
Podemos leer todos los ensayos de gobierno desde 1983 como ensayos del aparataje institucional para lidiar con las nuevas condiciones, para conservarse como aparataje de gobierno. 2001 fue el momento en que los supuestos representados dijimos «ya basta de ensayar; andate» y nos presentamos como piquetes y asambleas. Entre golpes de mercado de un lado y colectivos furibundos del otro, un nuevo ensayo despuntó intentando salir de la encrucijada a los trompicones. Como un Rambo ya disfuncional, el Estado argentino se encontró entre dos fuegos, entre la furia popular y la omnipotencia corporativa. Cual soldado que vuelve derrotado y sin honores, del fuego cruzado solo se sale a los tiros –que es lo que Kirchner supo comprender con ese «estilo confrontativo» que hoy le enrostran y ayer nomás los sedujo a todos, especialmente a su desorientada clase (la clase política). O también como Sundance Kid y Butch Cassidy: ladrones encerrados entre los poderosos y el pueblo. Soldado inútil o ladrón acorralado, la clase política debía mostrarse funcional confrontando.
Con ese estilo logró, por cuatro o cinco años, mantener suficientemente a raya tanto la furia popular contra los políticos como razonablemente limitada la omnipotencia del gran capital sobre los gobiernos. Parece ahora (ya desde la derrota frente a Macri y sobre todo desde el conflicto campestre) que un estilo de dominación política se ha agotado. Deberán encontrar otro.
Así, las instituciones lograron salir airosas de la impugnación que suponían las asambleas y piquetes. Pudo enfrentar a algunas corporaciones, aunque no a las mineras, petroleras y cerealeras-exportadoras, y obtener prebendas de casi todas. Ningún kirchnerista dice «sí las enfrentó»; todos dicen «eso es imposible». Al decir de un Kirchner según revista Barcelona: «No permitiremos que Clarín nos diga a qué corporaciones favorecer.» ¿Cómo religar al Estado con la sociedad de modo tal que su desempeño resulte necesario? Mientras había estado ligado, mucho tiempo antes, era la representación la bisagra entre Estado y sociedad. Ahora, en los años K, el problema de la representación quedaba sin resolver, pero a la vez quedaba para después –por lo crítico de la crisis, eso era aceptable.
Luego de 2001, pues, no se trataba de salir de la encrucijada y volver a elevarse por sobre los grupos sociales y aparecer con poder autónomo, tanto sobre las mayorías como sobre las minorías, sino de otra cosa. Por un lado, había que demostrarse necesario como instrumento de dominación útil al gran capital. Por otro, había que demostrarse necesario como herramienta de existencia y gobierno ineludible para la población. Sobre todo, había que conservar el Estado como aparataje –ese que es el medio de vida de la clase política–, como dato inextinguible de la vida social («queremos realmente protagonismo de los partidos políticos», dijo CFK el 9/7, y desde que fue senadora considera que eso lo lograría una «reforma política»).
Un fantasma recorre a la clase política: el fantasma de un grito de impugnación. Y esto, en un momento (más de un año), en que el gran capital viene fugándose.
En la calle ya no están aquellas asambleas ni aquellos piquetes ejerciendo su impugnación colectiva; al contrario, ha vuelto la clase media temerosa de la calle, y vota a los que azuzan sus miedos. Piquetes y asambleas vuelven a sus casas, ahora como consumidores. Para el funcionamiento de la economía y la sociedad posindustriales, eso no es una dificultad. Pero un 33% del padrón sigue sin querer votar (eso son más tipos que los que han votado por los ganadores), y ningún funcionario duerme tranquilo si no resulta necesario. Como si estuviéramos en 2001-2002, vuelve Duhalde a decirles a todos que no se preocupen, que él está aquí y que estamos condenados al éxito.
Pero no parece suficiente. Lo que hay que lograr, dicen, es «extender la representatividad» –esto es, la dominación política. Pero, ¿cómo se logra tamaña cosa? No lo saben, y por eso todos quieren –necesitan– dialogar. Desde Sabatella hasta Bergoglio y desde Cristina hasta Duhalde y Macri, se convocan a coro: dialoguemos, muchachos, que la cosa está fulera. El fantasma de la irrelevancia social vuelve a acechar a los partidos y al Estado. ¿Cómo lograr que la gente quiera representación y que su voto sea vinculante?
Reforma política parece la respuesta. Un sistema electoral «de doble turno» que incluye «elecciones primarias, donde vota el conjunto social entre los candidatos que tienen los distintos partidos políticos, y luego en una segunda votación la ciudadanía elije». «Estoy segura que [así] la sociedad entrará en los partidos y se hará cargo de las decisiones que se toman», expresó Cristina el 9.
Pero el recurso a elegir de todo y cada vez más frecuentemente no es un recurso político de vinculación sino uno mercantil de fidelización: la variedad hace que el consumidor se sienta más él mismo, menos dominado, con la más amplia libertad de elección y así supuestamente más comprometido con su elección. Más que disciplinarlo, sin embargo, extender la elegibilidad logrará desvincularlo más pues logrará que quiera elegir más. En el mercado, la fidelización solo se logra variando marcas y estilos una y otra vez… Esto es lo que la democracia de mercado (como la llama T. Eggers-Brass) viene haciendo desde 1983: cada vez más elecciones y más recambio (recambio de caras, de imágenes, de estilos, nada más).
Dudo que la representación tenga alguna chance como liga eficaz entre sociedad y Estado, porque hoy elegir no es hacerse representar sino consumir. No se afianzará la ficción de representación. Lo que sin duda crecerá es la imagen de representación.
Un fantasma recorre a la clase política: el fantasma de la irrelevancia e innecesariedad social del Estado del que vive. ¿Llegará la hora de que el fantasma por sí mismo?