Una exposición II: la expresión

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[este post es una continuación de «Una exposición I: la imaginalización«, pero puede leerse por separado]

 

“Según los términos de una distinción que introdujo Jacques Rancière,[2] es oportuno distinguir entre una policía y una política de las imágenes. Accesoriamente represiva en los momentos de crisis bajo la forma explícita de la censura, la policía de las imágenes se traduce sobre todo por el establecimiento de un orden positivo que define las condiciones de acceso a la visibilidad […]; regular y legisladora sobre el dominio de la percepción común, censura menos de lo que conforma, repite, prescribe. Una política de las imágenes debe ser entendida en el sentido de la excepción que viene a perturbar el reino de las normas perceptivas a través de un cambio de régimen de las imágenes que trastornan o contradicen las identificaciones recibidas. Desviación es el término apropiado a este cambio; no hay costado y desplazamiento que muestren de otra manera y otra cosa, al mismo tiempo que no hay descuartizamiento que tense la escena de lo visible hasta el desgarro que manifiesta sus límites, sus olvidos y sus imposturas. Si tiene como efecto el volver visible lo invisible, no es para acoger favorablemente una trascendencia de lo irrepresentable sino para dar lugar a lo excluido por la institución misma de la escena de lo visible. Lo visible nunca es tan puro como lo quisiera la fenomenología, es una escena de montaje compleja, un dispositivo articulado por un sistema de configuración y de nominación que no vuelve visibles seres, cosas, lugares y relaciones sin ocultar otros. Siempre una imagen esconde otra.”[3]

Para distinguir una semiotización que sujeta de una que subjetiva, para distinguir una semiotización que emancipa de una que domina, no es necesario, como creen los denunciadores profesionales o de vocación, dar con un objeto o un sujeto censurado; la censura y la denuncia de la misma señalan, en principio, una diferencia cuantitativa de poder (entre uno más poderoso y otro menos poderoso), y nosotros debemos dar con una diferencia cualitativa entre un poder y una potencia. Esta potencia será un real que no existirá si no logramos semiotizarla; dicho de otra manera, existirá al modo de una insistencia sin consistencia, como una potencia de la cual estaremos separados si no podemos expresarla. Pero –aquí está la mayor dificultad–, también estaremos separados de ella si logramos imaginalizarla, pues la imaginalización les da a las cosas y personas poder de circulación, poder de ser vistos, y estos poderes pueden separarlas de las potencias incluso antes de ser censuradas e incluso nunca siendo censuradas. Lo definitorio de la semiosis policíaca no es tanto que reprima o censure, sino que constituye entes impotentes, pues la misma lógica de su constitución policíaca separa a las prácticas de sus potencias; una constitución policíaca separa a un cuerpo de su potencia; la dinámica semiótica policíaca constituye y despolitiza en un mismo movimiento. La neutralización de la potencia no ocurre tanto por un accionar represivo de la policía sino por un accionar constitutivo y anterior, por un accionar ‘positivo’ antes que uno ‘negativo’. Esto, por supuesto, no quita que una potencia que ha logrado una expresión que circula y visibiliza, y que en su circulación produce réplicas sísmicas que multiplican la expresión, y que la visibilización imaginal no logra neutralizar, sea invisibilizada o censurada o bloqueada (los procedimientos más visibles y famosos de la policía; no, sin embargo, los decisivos).

La potencia es separada de los cuerpos en el mismo momento en que son individuados por la semiotización dominante. Cada cuerpo, cada práctica delimitada, cada yo circunferido, es así separado de eso no determinado de sí que llamamos potencia o poder de afectar y ser afectada. Como la potencia no es un atributo ni una propiedad de la práctica individuada, sino que se da en el afectar y ser afectadas las prácticas, la potencia es un entre: no les pertenece a los entes sino a lo que se les escapa. Toda potencia se da en un entre, y se encuentra entre los entes (pero lo contrario no es necesariamente cierto: no todos los entre los entes producen potencias o albergan posibles). En fin, en la imaginalización, “los encuentros son reducidos a interacción”, como dice Tiqqun en La hipótesis cibernética. Nuevamente vemos el carácter constructivo de la semiosis dominante: no impide la interacción sino que la estimula –pues, a mayor interacción, menor encuentro, menor entre; a mayor interacción, mayor neutralización de posibles insospechados. Dice Tiqqun del encuentro: “En cada tumultuoso nacimiento del amor, renace el deseo fundamental de transformarse transformando el mundo. El odio y la sospecha que los amantes suscitan en torno a ellos son la respuesta automática y defensiva a la guerra que mantienen, por el solo hecho de amarse, contra un mundo en el que toda pasión debe despreciarse y morir.” No mantienen una guerra porque los atributos de estos amantes sean los del guerrero, sino porque aman; no por las propiedades que los signos les han otorgado, sino por los posibles que el encuentro ha producido.

Quizás Tiqqun idealiza el amor y el “deseo fundamental”, pero retengamos esta idea: La imaginalización desprecia eso con lo que nos encontramos en los encuentros. La representación también lo hacía, pero de modo distinto.

La representación lo evitaba por mediación del signo central. Podríamos decir que en la representación los encuentros quedaban reducidos a ligaduras y acoples más que a interacciones: amarse quedaba sumergido en su representación matrimonial; los encuentros quedaban imperceptibles al ser sumergidos en formas instituidas. Si en la representación la percepción del entre era evitada por mediación, en la imaginalización es evitada por interacción entre unidades discretas y circulación de las mismas. Insisto: tanto la mediación como la interacción constituyen cosas y personas, y constituyendo despotencian, pero lo hacen de formas distintas. (Estas formas distintas, vale aclararlo, no son opciones disponibles por igual, pues las trascendencias y sus sólidas mediaciones se han tornado inviables en las condiciones contemporáneas, posrepresentacionales.[4]) Ahora bien, tomemos una práctica cualquiera (un yo, una empresa, un servicio o producto, una canción o un auto, una mercancía o un destino turístico), ¿sería posible, para ella, evitar la interacción, evitar la emisión, abstenerse de circular? Claramente, no es imposible, pero raya lo imposible que una práctica mercantil (incluyo al yo, que, como sabemos, es un yo-marca) quiera no existir en la red y caer en la incerteza de existir en lo que podríamos con Bifo llamar “el protomundo”. En fin, evitar todo eso es asumir la posibilidad de la inexistencia. Y, para una práctica que ya existe –precariamente, por supuesto– el acecho de inexistencia es un poderoso movilizador a existir practicando automatismos, un poderoso condicionante que la compele a interactuar, emitir, ver, escrolear, opinar, circular, para existir, para ser alguien entre los humanos y las humanas. Así, el acecho de inexistencia, las ansias de existencia, compelen a la imaginalización, que es tanto como una compulsión a obviar los encuentros, y, si ocurren, a obviar también lo que se encuentra en los encuentros. Esta precariedad constitutiva, este acecho de inexistencia, esta febrilidad por existir, aumenta la credulidad en todo lo circunferido y circulante. Cada quién, solo, es reo de imaginalización –y también es reo de interacción en tanto unidad circunferida. Cada quién, interactuando, es reo de la dominación.

Así las cosas, ¿qué hacemos?

¿Cómo hacer que los encuentros que tienen lugar tengan lugar? Que tengan lugar significaría que nos constituyamos a partir de ellos, que los entres y sus pasiones intensifiquen su presencia. ¿Cómo constituirnos a partir de los posibles que los encuentros muestran? ¿Cómo “presentificar”, diría Valle, los encuentros? Para empezar, semiotizándolos. A la semiotización que hace que los encuentros que tienen lugar tengan lugar podemos llamarla expresión.

 

Un signo o conjunto de signos expresan algo, no cuando está en ellos la cosa en sí (lo cual es imposible), sino cuando continúan una vibración, un impulso de eso que se expresa. Los signos son policíacos cuando se dejan combinar por los requerimientos de la circulación (flujo de obviedad), y son políticos cuando se dejan afectar por la fuerza de un encuentro real (un encuentro entre alteridades, que provoca lo que Vauday llama una réplica). Si los signos se conectan con la circulación, entonces se desconectan de la inmanencia-presencia. Si se conectan con la vibración, se conectan con la inmanencia-presencia (Vauday llama réplica a esta conexión para condensar dos de los sentidos de la palabra: por un lado, el sentido sísmico; por otro, el sentido de respuesta; así, una expresión compondría afectación vibratoria o sísmica y respuesta semiótica, pero no cerrando una ‘ida’ de la comunicación con una ‘vuelta’ de la misma sino expandiendo la afectación con imprevisibles réplicas).

Ahora bien, como los signos al semiotizar construyen, la forma en que procedan será la forma en que nos construyan; luego, si la semiotización conecta con el flujo de obviedad, entonces construye una subjetivación que Agustín Valle llamaría ausente; incapaz, diría, Ignacio Lewkowicz, de habitar la situación en la que está, despotenciada de procesar subjetivamente el encuentro que la afecta, una subjetivación capaz, en cambio, de tolerar la situación en la que está conectando con lo que la saca de allí y la pone en el flujo de obviedad, en la red del semiocapital, apostando a tomar existencia de su introducción en ella.

Ningún funcionamiento estable de los signos ha sido transparente jamás. Pero hay momentos –fogonazos– en que los signos expresan la potencia, lo real de un encuentro. No podemos –sería ingenuo– apostar a un funcionamiento semiótico estable que no tenga algo de ideológico en el sentido de hacer desconocer lo real, algo de separador de lo común de su potencia semiótica (expresiva). Podemos apostar a la expresión viva de lo vivo y a avivarla tantas veces como sea posible ante su absorción en la vida “instituida” o –como hoy nada está instituido– vida “astituida” o vida mainstream. Lo más probable es que en general nos ausentemos y que ocasionalmente nos “presentifiquemos”. Lo más probable es que en general imaginalicemos y ocasionalmente expresemos, que corrientemente semioticemos –y seamos semiotizados– en el dispositivo imaginal y que eventualmente semioticemos con prácticas de expresión. Vivimos entre artefactos mediáticos más que bajo instituciones mediadoras; en general, apurados por llegar al próximo evento y ansiosos por no caer en la inexistencia, usaremos los artefactos mediáticos de forma imaginal; a veces les inventaremos un uso expresivo y los convertiremos en hábitat de encuentros. Esta es la apuesta; no es un programa voluntarista, sino un impulso vital a ver vitalidad en los signos.

 

La expresión no es necesariamente más adecuada: no es más potente[5] que la imaginalización porque escape hacia la representación. En tanto práctica semiótica potente no restaura los poderes de la práctica semiótica representacional. Tampoco la expresión es necesariamente más duradera y menos precaria que la imaginalización: no es más potente que ésta porque asegure una inscripción y una seguridad ontológica a la cosa o cuerpo semiotizados. Como práctica semiótica potente no cancela los poderes de la práctica semiótica imaginal. Lo que sí hace es semiotizar un común, dar visibilidad o hacer perceptible (con imágenes y/o palabras, pero también con ruidos y/o sonidos y/o movidas de las llamadas “performáticas”,[6] pañuelos, objetos,[7] etc.) la existencia de eso que, en la imaginalización, el mainstream semiótico, no existe porque no es percibido. Con Rancière quizás diríamos que la expresión redistribuye lo sensible pues hace perceptible una parte que no contaba; aunque la expresión muchas veces hace algo más radical, pues hace perceptible algo que ni siquiera llegaba a existir como parte que no contaba: por ejemplo, un amor u otro afecto. Así, en el Bachillerato Popular “Sol del Sur”, un grupo pintó un mural con la frase “Aquí se respira lucha” y un puño rompiendo una cadena. Ese mural expresó una vibración que hasta entonces profes y estudiantes no habíamos percibido: en la cotidianeidad del bachi, además de tizas y pizarrones, además de sillas, personas, clases, marchas al Ministerio de educación, hay lucha cotidiana de profes y estudiantes para estar allí haciendo de ese espacio una escuela; lucha cotidiana para tener una escuela que ningún ministerio dispuso abrir y para estar en ella de una manera hospitalaria que ninguna escuela ministerial practica.

Una potencia de la expresión está en su capacidad de entretejer la existencia de ese común que constituimos sin saberlo, sin siquiera percibirlo, o percibiéndolo de manera muy poco compartible. Esto es, o no lo percibimos, o lo percibimos tan difusamente, tan sin semiotizar, que no podemos comunicarlo y decirlo en común, sentirlo en común. Dicho sencillamente: la potencia de la expresión está en su capacidad de expresar lo común comúnmente. La expresión expresa un entre que se da entre nosotros y que no es reductible ni a la suma de cada uno ni forma un todo; al expresar ese entre, presentifica un nosotros que no es vos, él, ella y yo sino eso que en nuestra cooperación se constituye, y que no llega a consistir si no lo expresamos. Al hacerlo, se torna existente para nosotros mismos y no solamente para la red, para “los demás”. La potencia de la expresión, así, está en que concibe, hace nacer, le da una figura pensable a algo que no la tenía ni para nosotros ni para otros, o a una dimensión nueva y recién descubierta de ese algo. Eso, para decirlo con los claros términos de Valle, intensifica la presencia nuestra –pero no tanto la de cada uno, sino la del común o nosotrxs que constituimos, la del nosotros que configura y nos configura. Podríamos decirlo así: si un común es el agenciamiento transindividual de un sustrato ontológico común (lo preindividual), ese agenciamiento se compone no solo de las prácticas y las fuerzas que allí se combinan y afectan mutuamente, sino también de las expresiones que ahí lo nominan; en otras palabras, no hay común ni agenciamiento sin constitución o composición; esta composición es inconcebible sin expresión (por ejemplo, el común BP “Sol del Sur” es inconcebible sin el mural que expresa “Aquí se respira lucha”).

Otra potencia de la expresión es que transmite las vibraciones que movieron a producir los signos. Una vibración se expresa en signos vibrantes que generan nuevas vibraciones que requerirán expresarlas en nuevos signos vibrantes. Quizás, incluso, los nuevos signos actúen sobre los primeros generando nuevas vibraciones que requerirán expresarlas en nuevos signos vibrantes… En cuanto encadenamiento infinito de expresión, la expresión es una práctica semiótica abierta, expansiva, exploratoria, intensa. Un poco como la representación, “representa” algo, pero a diferencia de ella, no lo cierra ni lo ancla a un signo trascendente (en este sentido, lo presenta). Un poco como la imaginalización, es conectiva y busca visibilidad y circulación de la visibilidad, pero no lo hace tanto conectando con las imágenes ya aceptadas y la búsqueda de likes (esas y estos están en el más allá[8]) como conectando con lo que encontramos en el acá, en la situación; en este sentido, a diferencia de la imaginalización, muerde un real vibratorio sensible, explora su densidad y continúa y hace continuar su intensidad. La intensificación de la presencia no se da si no se da a la vez una intensificación de la semiosis, o sea, una expresión.

 

 

pablohupert@yahoo.com.ar


 

[1] Material preparatorio para la exposición en las jornadas Jamás Tan Cerca. Mediatización, lenguajes y política, FM La Tribu, Buenos Aires, septiembre de 2018.

[2] El lector puede ver esta distinción en la segunda nota al pie de “Una exposición: la imaginalización”.

[3] P. Vauday, La invención de lo visible, Buenos Aires, Letra nómada, 2009, p. 29, subrayados nuestros.

[4] Ver la Introducción, apartado II.

[5] Sería más correcto decir que la expresión –semiosis política– es potente y la imaginalización –semiosis policíaca­– no lo es. La policía y sus formas no es potente sino poderosa. Si decimos que la expresión es “más potente” es en parte por comodidad de la comunicación y en parte porque ninguna práctica efectiva es absolutamente potente o absolutamente poderosa (esas purezas son lujos que nos podemos dar en los conceptos, cuya potencia es, justamente, discernir cualidades en las prácticas –activa o reactiva, potente o poderosa, política o policíaca).

[6] Me refiero a instalaciones, obras de teatro, intervenciones callejeras, incluso construcciones más duraderas.

[7] En la presentación del libro Linchamientos, el 20/11/15, distribuimos “linchifijos” (una mezcla de crucifijo y crucifixión linchadora) hechos por Celina Capelo. Otros objetos también pueden ser los que se venden en una feria (una remera estampada, una artesanía alusivas al nosotros en cuestión).

[8] Lo que es necesario precisar es que es un más allá terrenal: no es el cielo divino, sino el brillo del consumo y de la fama. Lo históricamente singular de la imaginalización estriba en que no nos quita de la situación por remisión a una trascendencia (sea Dios, el Saber, la Nación) sino por deriva a múltiples inmanencias (el trabajo, el otro trabajo, la changa, las notificaciones de Facebook o Youtube, las noticias, la promoción que termina hoy, el cybermonday, etc. etc.).

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